miércoles, 17 de junio de 2015
La ducha
Sentir el agua y el sol
cayendo sobre la piel, en rayos, en
gotas, en chorros, sentir esa intensa frescura y esa promesa de calidez resbalando
por el cuerpo, en una mañana de cielo azul. ¿Cuándo habré gozado por primera
vez el placer de una ducha bajo el cielo? Mi infancia fue urbana; tuvo que ser en
una de esas duchas descubiertas de las casas viejas, agregadas de urgencia junto
con un retrete luego de la llegada del acueducto. Mi madre me dijo una vez que
habíamos vivido en una finquita en las afueras de Florida, el pueblo donde
nací. En cierta ocasión, se puso a llover, y pensó en mí. No sabía qué me había
hecho, y se sintió preocupada. Me
encontró luego de pie sobre una gran piedra, vestido y calzado, bajo la lluvia.
Me contó que me estremecía, con los ojos semicerrados, mientras las gotas
resbalaban sobre mi cara, sobre mis brazos.
Sí recuerdo haberme bañado en una cascada muy pequeña, o quizá
bajo el chorro de una canal de guadua, en medio de los matorrales, en una casa
campesina de las montañas de la vereda de El Castillo. Aunque no creo que haya
sido ésa la primera vez.
Durante
las peripecias de inquilinato de mi familia, las duchas eran a veces al aire
libre, en casas viejas; eran pequeños espacios terminados en cemento gris, a
veces con manchas de musgo naciente, que encerraban hacia lo alto un rectángulo
de cielo, siempre soleado en mi recuerdo. Otras veces estaban dentro de baños
modernos, con paredes de azulejos y cielo raso blanco, y apenas una ventana.
Hace poco tuve la experiencia de ser dueño de una casa de estilo tradicional.
La ducha era bajo techo, pero pronto pude hacer instalar otra al aire libre.
Ahora
vivo en una casa moderna, muy hermosa, y sin embargo, me hace falta poder
bañarme bajo el sol. Ya sé: atrás, en el patio, pondré una ducha de manguera.
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